Silencio, se juega
Por todos es sabido que en el deporte profesional no existen los contratos indefinidos. Los deportistas y sus técnicos se vinculan a los clubes por periodos de tiempo con fecha de caducidad. Y de este hecho, en el caso del fútbol, se derivan consecuencias directas en el rendimiento colectivo de las plantillas. Al margen de criterios técnicos, que soy incapaz de argumentar, es el aspecto anímico –rebautizado también como psicológico- el que sí adopta un papel determinante en el nivel competitivo de los equipos. Y precisamente, interactuando con ese rendimiento convive una realidad que en ocasiones altera el curso natural de la vida útil de los jugadores, que no es otra que la publicación a toda página del día de extinción de los contratos de entrenadores y futbolistas. Es decir, airear a los cuatro vientos, cual vuvuzelas, no ya que aquellos tienen contrato vigente hasta tal fecha, sino que este o aquel jugador no va a continuar en la disciplina del club la siguiente temporada. Vamos, que no hay visos de acuerdo de renovación ni se pretende tal propósito.
Para entender mejor la teoría será cuestión de remover el cazo. Los dos ejemplos más recientes de lo que acabamos de relatar están sucediendo en el Atlético de Madrid y el Deportivo. En el club de los líos –con permiso de The Big One- no se han cortado ni un pelo en detallar que su mejor técnico de la última década (en títulos cuando menos) no prolongará su contrato la próxima temporada ni por orden ministerial directa. Y con este panorama así les van las cosas a los de la orilla del Manzanares, empeñados en lanzarse al río con los últimos trofeos rellenos de plomo atados a sus pies. Imaginemos por un momento esa empresa en la que el jefe publica un bando digital para anticipar, a seis meses vista, su marcha. Ni los más sumisos regalarían ni un cuarto de hora de su tiempo extra a la empresa, mientras the xBoss revoloteara por su despacho. Pues algo similar ocurre en el fútbol, pero trasladando la moqueta de la oficina al tapete de hierba del estadio.
Tomando Google Maps y picando “A Coruña” nos plantamos en Riazor en cuestión de un zoom. En ese punto de la costa atlántica, desde hace algunas semanas algunos de los superhéroes del vestuario blanquiazul (Lopo y Juan Rodríguez, entre otros) ya saben –y así se le ha transmitido a la grada y al resto del vecindario español- que tienen el cambio de residencia a tiro de calendario y no dilatarán su presencia en la ciudad marisquera. Como se ha podido comprobar, la caída en picado de los de Lotina ha multiplicado por diez su aceleración de desplome a medida que se hacían públicas dichas informaciones. Tan enrarecido está el ambiente, que las declaraciones cruzadas entre técnico y futbolistas han agotado las existencias de chalecos antibalas en las instalaciones de Abegondo.
Ya no es solo cuestión de considerar una virtual falta de compromiso del afectado, sino de desconfianza por parte de su técnico, que se siente incapaz de justificar su alineación cuando las adversidades obligan a tirar de valores primitivos del agrado del paladar de la grada: entrega, sacrificio, valor… Si al desafío implícito de las urgencias clasificatorias le acompaña un cruce de caminos con uno de los rivales que está inmerso también, con el lazo al cuello, en la lucha por salvarse de la quema y que a su vez se convertirá en el destino futuro de alguno de sus futbolistas, la coartada que exime al técnico de toda responsabilidad en su suplencia, aún cuando rebaje enteros la competitividad del once, es endiabladamente consistente.
Un ejercicio de discreción corporativa –para otros, cinismo- sería tal vez lo más apropiado en estas situaciones. Porque dilapidar una parte del presupuesto asignado a la nómina de alto directivo que percibe un jugador, por un exceso de permeabilidad informativa de ambos implicados que propicie una dejación de funciones del afectado, ya sea por iniciativa propia o inducida por el técnico, es una irreverencia contable imperdonable en estos tiempos regidos por una asfixiante ley seca financiera. Esta contención no debería restringirse únicamente a los clubes que prescinden de sus cromos, sino también a los que amplían vestuario y tratan de enardecer a sus masas verbalizando futuras contrataciones con las que pretenden difuminar sus frustraciones cotidianas. Porque en estos casos, más allá del perjuicio evidente que se inflige a los equipos afectados por la emigración de sus tropas, se produce un efecto boomerang en contra de los intereses del contratante, atacado hasta la última jornada por fuego amigo y alimentando la especulación entre sus filas, más preocupadas por acertar las quinielas sobre qué cabeza será la que rodará primero para ceder su taquilla al nuevo Mr. Marshall, que en calibrar su GPS y atinar en el tiro a gol.
Muy bueno. Pero cual es la solución. Difícil
ResponderEliminarYo los haría fijos-discontinuos...
ResponderEliminarEstoy de acuerdo. Debería impedirse que los profesionales comentaran públicamente sus destinos futuros hasta final de temporada y en eso tienen la culpa los equipos que fichan que son los que se ponen a llamar a los medios para que publiquen como se están reforzando. Será algo imposible de conseguir
ResponderEliminarToda la razón, pero es lo mismo con los contratos millonarios, ¿qué pasa si luego el jugador no rinde lo que has invertido en él? Habría que cambiarlo todo desde la base y poner el sueldo según objetivos conseguidos...o algo así. Por cierto, buen artículo.
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