lunes, 24 de enero de 2011

El "Rafa Slam"



Todo comenzó el pasado 25 de mayo en París. Rafa Nadal aterrizaba en la capital francesa con unos resultados inmejorables a sus espaldas. El manacorí había ganado, por primera vez, en Montecarlo, Roma y Madrid, los tres Masters Mil consecutivos. Todo el mundo daba por hecho que la lesión en la rodilla era agua pasada, que el por aquel entonces número dos del mundo volvería a coronarse en su Grand Slam por excelencia.Todos lo veían claro, menos él… Por muy extraño que nos parezca Rafa temía su retorno a la arcilla de Roland Garros. Justo allí, un año antes, Robin Soderling le había hecho pedazos. Está claro que el dolor en las rodillas clavó más hondo que los raquetazos del sueco, pero aquel día Nadal perdió mucho más que un partido, que la oportunidad de ganar cinco Roland Garros consecutivos… En ese instante Rafa perdió una de sus armas más valiosas, la confianza.
Era martes y el calor apretaba con fuerza en el recinto de Roland Garros. Rafa Nadal debutaba en la pista Susanne Lenglen contra un chaval de 18 años, Gianni Mina, número 653 del mundo e invitado especial de la organización porque fue finalista junior la edición anterior. El manacorí ganó por un triple 6-2, pero el francés consiguió situarlo entre la espada y la pared. Sus golpes animaron a la grada, unos compatriotas ansiosos por ver perder al de Manacor, y sus piernas hicieron correr, y mucho, al español. A pesar de ello, Nadal estaba en segunda ronda. Recuerdo como si fuera ayer la rueda de prensa posterior al partido. Después de atender varios compromisos nos quedamos a solas con él. Marc, el cámara, y yo siempre preferimos ser los últimos en entrevistarlo porque así el manacorí se relaja, y nos habla con más confianza. Lo vi nervioso, igual que durante el partido contra Mina. Enseguida nos aclaró, muy bajito y sin micrófonos: “Estaba cagado. No sé por qué, pero estaba cagado”. La presión por volver a Roland Garros era demasiado intensa. Rafa tenía miedo a perder.
A medida que pasaban los días, la lluvia y el caos se apoderaron del torneo. Pero Nadal fue ganando confianza. Poco a poco se deshizo de todos sus rivales, a pesar de que su juego no desprendía su luz natural. Así, hasta que llegó el día de la final. ¿Y contra quién? El destino se mostró caprichoso. Contra Soderling, en ese momento, una de sus peores pesadillas…
Las apuestas empezaron a correr como la pólvora. La prensa española estaba a favor del balear, los franceses deseaban su cabeza (y más después de la derrota de Federer) y el resto, se mostraba escéptico, un tanto receloso. Mi corazón me decía que Rafa ganaría, pero mi cabeza que necesitaba sacar su fuerza interior, su instinto ganador. Sólo así podría tomarse la revancha contra el sueco. Pero mis dudas se disiparon por completo al verlo entrenar la tarde anterior a la final. Y aún más, la misma mañana del partido. Nadal siempre se entrena un día de partido, dos o tres horas antes de salir a jugar. Normalmente calienta una media hora, aunque no para hasta que se siente al cien por cien, cómodo y con buenas sensaciones sobre la pista. Aquella mañana volvió a brillar el sol en París, justo como le gusta jugar a Rafa, y de su raqueta sólo salieron golpes ganadores, directos a la línea. Incluso su saque era mejor de lo habitual. Lo que sucedió en aquella emocionantísima final, todos lo conocemos.
Wimbledon simplemente fue una prolongación de su buen estado de forma. Nadal había alcanzado un ritmo tan brutal, que sin darse apenas cuenta levantaba, por segunda vez, su copa preferida sobre la hierba londinense.
El Abierto de Estados Unidos fue otra historia. Apenas dos meses antes, al volver de Londres, Nadal se sometió a las ya famosas filtraciones en sus rodillas. Ese tratamiento le obligó a pasar tres semanas sin entrenar, prácticamente todo el mes de julio. Y en agosto empezaba la gira americana. A pesar del poco tiempo que tuvo para entrenar, sus resultados en Toronto y Cincinnati no fueron del todo malos. De hecho, repetía las semifinales y cuartos del año anterior, aunque en torneos alternos. Aun así, en boca de su tío y entrenador Toni Nadal, Rafa “jugó fatal. Muy mal”.
Con este panorama llegaba el único grande por conquistar. El tenista quiso quitar hierro al asunto advirtiendo: “tranquilos, acaba de llegar Toni a Nueva York así que ya está todo bajo control”. Faltaba ultimar algunos flecos de su juego, pero Nadal disponía de lo más importante, lo que nunca le había acompañado a esa altura de temporada, hasta entonces: salud y buen estado físico. “Es lo único que pido. Si lo tienes, lo demás saldrá rodado”.
Y así fue. La historia se repitió. El manacorí se fue creciendo y creciendo hasta el día de la final contra Djokovic. Esa mañana, el día en que se convirtió en el tenista más joven en completar el Grand Slam, volví a verle brillar. Lo vi seguro en su entrenamiento, preocupado únicamente porque la lluvia no estropease la final. Los miedos ya hacía tiempo que habían desaparecido.
Ahora es momento de completar el círculo, de aprovechar una de esas oportunidades que puede que sólo pasen una vez en la vida. Con Australia empieza una nueva temporada pero para Nadal es simplemente una continuación de la anterior. Por mucho que Rod Laver (ostenta la hazaña de ganar los cuatro grandes en una temporada, 1969) trate de desmerecer su gesta, en Melbourne el mejor tenista del mundo puede hacerse un hueco más privilegiado, si cabe, en la historia del tenis. Y justo en la pista Rod Laver, en honor al australiano. Por qué no, puede que Nadal y el destino vuelvan a hacer de las suyas.

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