Empezaré por el principio. José Mourinho no me gusta. En concreto, lo que me desagrada especialmente es todo lo que tiene que ver con su puesta en escena lejos de la espesa hierba, retratada en esa cruzada caza-fantasmas fruto de la obsesión por colocar el foco mediático en la dirección que marque su índice, y no al revés
Un intento por encajar en la historia del Real Madrid algunas de sus actitudes requeriría de la intervención de dinamiteros ejerciendo un preciso trabajo de voladura, reduciendo a escoria valores que hasta la fecha han llevado el copyright blanco. Tal vez sea la ausencia de un currículum de primer nivel como futbolista, o tal vez no, el detonante de su goma dos verbal como el único modo de lograr posicionar su discurso a la altura del de sus colegas, que en muchos de los casos cuentan sus carreras calzando botas de tacos a base de entorchados.
Pero para conocer a Mou hay que superar el trámite que nos condena a soportar sus ruedas de prensa. Sin embargo, como sucede con aquella tarea aborrecible que a medida que es superada una y otra vez acaba por ofrecer alguna arista más redondeada que las otras, sólo se puede entender al portugués en su totalidad diseccionando sus declaraciones públicas. Pelando las escamas hasta clavar el tenedor en el lomo. Alterna demagogia hooliganista con verdades incómodas para una audiencia poco acostumbrada a encajar el lenguaje directo. Todo ello perfectamente calculado, dardo a dardo, para ejecutar uno por uno cada uno de los preceptos del Evangelio según Mourinho que, emulando a los textos originales a los que profesa pública devoción, muestra también el camino hacia la salvación a sus apóstoles y discípulos. Con cada página del manual superada mayor es la espesura del blindaje del bunker de Valdebebas, refugio de sus pupilos en el que viven alejados de la primera línea de tiro. El paraguas del entrenador es de tal diámetro que no se escapa ni un solo haz de luz que pueda iluminar los excesos de sus chicos lejos de Tierra Blanca, ni siquiera en el turno de noche. Como contrapartida los jugadores le prometen fidelidad eterna mediante juramento de sangre, la otra esencia de los proyectos de The Special One. Y si no de qué manera se puede comprender, sin necesidad de recurrir a un duelo virtual en PSP, que Etoo ocupara de facto la demarcación de lateral en la vuelta de las semifinales de la pasada edición de la Champions en el Camp Nou, cumpliendo a la perfección su papel sin ni siquiera forzar la expresión.
Ahora bien, no toda la existencia de Mourinho debe reducirse a su alter ego más Mr. Hyde. Posee una perfil técnico, el que para algunos –muchos, quizá- es el único que cuenta, en el que deja ver a un Dr. Jekyll brillante, astuto e incansable que sobrevuela el nido de la excelencia en la dirección técnica. Y es que los datos son demoledores: en solo 10 años (debutó como entrenador dirigiendo al Benfica en 2001) ha conseguido 2 Champions League, 1 UEFA, 6 Ligas, 4 Copas, 4 Supercopas, además de diferentes trofeos nacionales en su etapa en la Premier League. La esencia de su carrera discurre en esa escalada continua por colocar la primera bandera en todas las cimas. Ese espíritu de superación –que somatiza en un egocentrismo extremo- es el que le ha acompañado desde el día en que, mientras cubría labores de scouting para otros, se prometió a si mismo que no descansaría hasta que llegaran los aplausos que acompañan a las coronas de laurel. Dicho y hecho.
Un intento por encajar en la historia del Real Madrid algunas de sus actitudes requeriría de la intervención de dinamiteros ejerciendo un preciso trabajo de voladura, reduciendo a escoria valores que hasta la fecha han llevado el copyright blanco. Tal vez sea la ausencia de un currículum de primer nivel como futbolista, o tal vez no, el detonante de su goma dos verbal como el único modo de lograr posicionar su discurso a la altura del de sus colegas, que en muchos de los casos cuentan sus carreras calzando botas de tacos a base de entorchados.
Pero para conocer a Mou hay que superar el trámite que nos condena a soportar sus ruedas de prensa. Sin embargo, como sucede con aquella tarea aborrecible que a medida que es superada una y otra vez acaba por ofrecer alguna arista más redondeada que las otras, sólo se puede entender al portugués en su totalidad diseccionando sus declaraciones públicas. Pelando las escamas hasta clavar el tenedor en el lomo. Alterna demagogia hooliganista con verdades incómodas para una audiencia poco acostumbrada a encajar el lenguaje directo. Todo ello perfectamente calculado, dardo a dardo, para ejecutar uno por uno cada uno de los preceptos del Evangelio según Mourinho que, emulando a los textos originales a los que profesa pública devoción, muestra también el camino hacia la salvación a sus apóstoles y discípulos. Con cada página del manual superada mayor es la espesura del blindaje del bunker de Valdebebas, refugio de sus pupilos en el que viven alejados de la primera línea de tiro. El paraguas del entrenador es de tal diámetro que no se escapa ni un solo haz de luz que pueda iluminar los excesos de sus chicos lejos de Tierra Blanca, ni siquiera en el turno de noche. Como contrapartida los jugadores le prometen fidelidad eterna mediante juramento de sangre, la otra esencia de los proyectos de The Special One. Y si no de qué manera se puede comprender, sin necesidad de recurrir a un duelo virtual en PSP, que Etoo ocupara de facto la demarcación de lateral en la vuelta de las semifinales de la pasada edición de la Champions en el Camp Nou, cumpliendo a la perfección su papel sin ni siquiera forzar la expresión.
Ahora bien, no toda la existencia de Mourinho debe reducirse a su alter ego más Mr. Hyde. Posee una perfil técnico, el que para algunos –muchos, quizá- es el único que cuenta, en el que deja ver a un Dr. Jekyll brillante, astuto e incansable que sobrevuela el nido de la excelencia en la dirección técnica. Y es que los datos son demoledores: en solo 10 años (debutó como entrenador dirigiendo al Benfica en 2001) ha conseguido 2 Champions League, 1 UEFA, 6 Ligas, 4 Copas, 4 Supercopas, además de diferentes trofeos nacionales en su etapa en la Premier League. La esencia de su carrera discurre en esa escalada continua por colocar la primera bandera en todas las cimas. Ese espíritu de superación –que somatiza en un egocentrismo extremo- es el que le ha acompañado desde el día en que, mientras cubría labores de scouting para otros, se prometió a si mismo que no descansaría hasta que llegaran los aplausos que acompañan a las coronas de laurel. Dicho y hecho.
El último de los episodios tuvo lugar en la final de la Copa del Rey del pasado 20 de Abril. Pero para subir a ese trono primero tuvo que levantarte de un doloroso tropezón en su primera visita al feudo blaugrana como madridista. El 5-0 perpetrado por los locales le despejó todas las dudas: al Barcelona no se le puede jugar a pelotear. Seguro que lo que más le dolió a Mourinho fue no haber saltado al campo aquel día defendiendo sus convicciones futbolísticas, por underground que fueran, secuestradas por el deseo –estéril bajo su visión monocular- de agradar a la parroquia. Desde aquel instante lo vio claro. El color de la camiseta carece de valor cuando el objetivo es el mismo. De azul, neroazzurro o blanco, la única manera de asaltar al tren del fútbol blaugrana es moviéndole el tablero y descolándole las piezas. Los de Guardiola son probablemente uno de los mejores equipos de todos los tiempos con un fútbol de ingeniería que insulta al adversario a golpe de danza. Sus jugadores parecen flotar sobre el tapete recorriendo laberintos que solo ellos conocen, mientras el rival se encuentra atrapado en un terreno pantanoso que hace inapreciables sus movimientos. Con todo eso en el zurrón, Mou volvió sobre sus pasos y versionó a la española su mejor repertorio con temas que en anteriores ocasiones sonaron made in Londres o Milán. Y el producto final fue una manufactura de gourmet, quizá demasiado amarga para algunos paladares. Colocó a sus once espartanos en formación y les tatuó la táctica en el pecho. No había tiempo para dudas ni matices. Se trataba de una orden superior y con Mou la cadena de mando se respeta hasta que el capitán perece en solitario en el interior de buque mientras éste se sumerge.
En los casi 30 años que llevo viendo fútbol jamás había contemplado a un Real Madrid que entendiera de forma tan severa la palabra de su entrenador como un dogma de fe. No se discute ni un ápice de las directrices porque toda contención energética se transforma en un kit de supervivencia, recibido con honores en mitad del fragor de la batalla. La intensidad agotadora de los madridistas imprimía una presión tal a cada una de sus pisadas, que acabaron por desnivelar el terreno de juego de Mestalla. Ver a Xabi Alonso, Di Maria, Ozil o Ronaldo correr en contra dirección mucho más de lo que nunca imaginaron es, cuando menos, inédito. Pudo salirle mal y romperse el engranaje en el segundo acto, y en ese caso el ventilador de las hostilidades hubiera girado a plenitud de revoluciones nada más abandonar el vestuario. Sin embargo, una vez más, consiguió su propósito cimentándolo en la convicción de sus extraordinarias dotes como director de orquesta y el contagio de ese sentimiento en su tropa percusionista, poblada de héroes de guerra como el coronel Casillas. Tal vez en la universidad, además de aprender el método Guardiola, se deba ampliar la oferta formativa con el Plan Mourinho sobre gestión de equipos. Quién sabe.
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